Por Helena Isérn Herrera

Queridos hermanos,

Y ahora llega la hora de conmemorar los cien años del nacimiento de nuestra madre Helena Cecilia Herrera Ramella. Sucedió el día veintiuno de Marzo de 1917, año singular en la historia del mundo en el que en medio de la primera y excesivamente sangrienta guerra mundial (a la que me refería en la memoria de los cien años del nacimiento de nuestro padre) tuvo lugar la revolución bolchevique en la mísera y debilitada Rusia imperial, dando paso a una experiencia política inédita empezando el siglo XX. Sería en 1917 y lejos de allí, en Caracas, nacía la niña menor de tres hermanos: Alfredo, Humberto y Helena Cecilia eran los hijos de Mariano Herrera Tovar y de Helena Ramella Vegas — la bien conocida e inolvidable Mamelena—. En realidad hubiesen sido cuatro hermanos, pero el mayor, de nombre Gonzalo, falleció cuando apenas tenía un año víctima de la llamada enfermedad azul, dejando en un profundo desconsuelo a esos padres jóvenes que apenas empezaban una vida de familia. El destino los alivió entonces con la llegada de los otros hijos, la cual no se hizo esperar. Esta secuencia de ‘dos niños y una niña, en ese orden’ se repetiría más tarde como un azar del destino en la familia de Helena Cecilia y Antonio: justamente nosotros tres.

Evocaría entonces los comienzos de su vida en la Caracas de los techos rojos, de casas coloniales con patios internos llenos de helechos y flores tropicales, de vecindades en estrecha relación en la que ‘todo el mundo’ se conocía y en medio de una familia acomodada de la época. Sus primeros dos años transcurrieron sin mayores eventos hasta que la muerte repentina de su papá de una insuficiencia cardíaca, modificaría para siempre el rumbo de la familia. Mamelena, con apenas treinta y dos años, tuvo que afrontar no sólo la gestión económica de las posesiones de la familia, sino la inmensa tristeza y vacío que le dejó esta desaparición repentina, y que a su vez la dejaba frente a un desafío inesperado y sin la persona que más significaba para ella y para sus hijos aún pequeños. Así lo hizo saber vistiéndose de luto durante más de ¡cincuenta años! Sin otra posibilidad tomó las riendas de su joven familia y arreó hasta sus ochenta y tres años con la tenacidad reconocida de las hermanas Ramella. Helena Cecilia por su parte, siempre lamentaría no haber podido conocer a su padre y se preguntaría cómo hubiese sido su vida si él formara parte de ella. Las innumerables referencias que Mamelena le daría durante toda su existencia colmarían de alguna manera esta importante ausencia.

Su padre era ingeniero de profesión, pero se ocupaba también de la hacienda “El Conde”, importante extensión de tierras en el Estado Aragua que estuvo en manos de la familia Tovar (la familia de su mamá) desde finales del siglo XVIII y hasta finales del XX. Era la hacienda familiar y para todos era no solamente el medio de subsistencia, sino también y en todo el sentido de su significado, era su casa. Los recuerdos de Helena Cecilia siempre estuvieron ligados a este fantástico lugar. La expropiación de estos bienes durante los años setenta significó un golpe significativo para hijos y nietos del cual sería difícil reponerse.

Sus hermanos eran bastante mayores que ella —nueve y ocho años mayor, respectivamente— y tanto Alfredo como Humberto estaban terminando sus estudios de bachillerato cuando ella tenía apenas ocho años. Es cuando Mamelena decide ofrecerles un futuro más ambicioso, llevándoselos a hacer sus estudios superiores en París, incluyendo a los primos hermanos Herrera Umérez. La vida parisina era un tanto revuelta para la época (eran los turbulentos años veinte) y el control de estos cuatro jóvenes se le hacía muy difícil fuera de los cursos de francés a los que estaban inscritos, asignatura indispensable para continuar los estudios en la universidad. Optó entonces por llevárselos a otro país de habla francesa con menos acceso a tanta fiesta y escogió la capital belga, Bruselas. Otra casualidad del destino llevó a mi Gisela a hacer sus estudios de máster en ese mismo país —un año en Louvain-la-Neuve y otro en Bruselas— y desde 2013 está instalada allí, en el lugar donde su abuela pasó tantos años. Sin mucho éxito tratamos de buscar el colegio de Sacre Coeur, en esa ciudad y donde estudió los últimos años de la escuela primaria y

primeros de secundaria. Sin darnos por vencidas, continuaremos la búsqueda. No sé exactamente cuántos años estuvieron en Bruselas, pero usando la referencia de los estudios de ingeniero del tío Alfredo, serían al menos cinco. El acecho de la guerra en Europa en los años treinta se hizo inminente y es cuando decidieron regresar a Venezuela. Cuando llegó a Bruselas, Helena Cecilia tenía solamente algunos conocimientos rudimentarios de francés, pero al poco tiempo lo dominaba tan bien como su lengua materna y lo practicaba en la más inesperada ocasión. Tengo que de decir que cuando vinimos a vivir a Francia en 1997 —hace justamente veinte años— y empecé a estudiar francés descubría constantemente ciertas expresiones o palabras que siempre le escuché a mi mamá y que por lo tanto me eran completamente familiares. También recuerdo las conversaciones entre ella y Mamelena en francés, cuando no querían que nos enteráramos de lo que estaban hablando. Durante esa época bruxelloise ella evocaba sus recuerdos atravesando la ciudad en tranvía para ir a su colegio acompañada por Tita —su cuidadora y mano derecha de Mamelena— y en un lugar donde la lluvia predominaba la mayor parte del tiempo, sobre todo en invierno. Por razones obvias nuestras visitas a Bruselas se han incrementado últimamente y por suerte casi siempre nos ha tocado buen tiempo. Además, dadas las dimensiones de ese país, hemos descubierto otras hermosas ciudades en Bélgica como Gand, Leuven, Anvers o Bruges y su infinita variedad de cervezas.

Como mujer y en los tiempos que le tocó vivir no tuvo la oportunidad de hacer estudios superiores, ya que en esa época no se estilaba que las mujeres accedieran a los estudios universitarios. Sin embargo, siempre se interesó por las artes en general y por la literatura y la música en particular. Sí, Helena Cecilia disfrutaba hasta el éxtasis los conciertos de Chopin, Beethoven, Bach o Strauss. En el arte lírico se sabía de memoria las arias más conocidas de las óperas de Mozart, Verdi, Rossini y Stravisnki, entre otras. Tenía un gran conocimiento de los mejores intérpretes y orquestas musicales del mundo entero y en su juventud tuvo la suerte de visitar las salas más prestigiosas, especialmente en Europa. En cuanto a la literatura, fue una lectora incansable y al ser bilingüe español/francés devoraba los buenos libros en ambos idiomas casi hasta el final de su vida. Esa es quizás la herencia más importante que me dejó nuestra mamá: el amor por la lectura. Disfruto profundamente la buena literatura.

Además, le gustaba mucho viajar. Su vida estuvo marcada por la cantidad de viajes que tuvo la suerte de hacer. Cuando era aún muy joven aprendió a manejar, en unos tiempos en los que las mujeres no se atrevían mucho a hacerlo. En este ámbito fue una pionera en Venezuela y quizás en el mundo. Así, en los años cuarenta se aventuró a ir con Mamelena a los Estados Unidos empezando por Nueva York, donde alquilaron o compraron un carro para atravesar parte del territorio norte-americano en una época bastante interesante para hacerlo (sobre todo dos mujeres solas o quizás tres, con Tita). La experiencia ha debido ser fascinante. Luego regresó muchas veces a Europa y evidentemente a España tras la relación con nuestro papá: le encantó este país que la acogió con los brazos abiertos como sólo los españoles saben hacer, con su comida, su cultura y su vida jovial “hasta las tantas”.

Nos enseñaron muchas cosas nuestros padres. Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi vida es cuando mi mamá me enseñó a tejer. Tendría yo solamente cuatro o cinco años cuando con toda su paciencia me transmitió una de sus pasiones. Empezó mostrándome el crochet y poco después el tejido con dos agujas. Al principio y sobre todo a esa edad era un desafío —mis manos quedaban empapadas de sudor después de unos cuantos puntos—. Con su amor y paciencia, insisto, logré hacerlo y aún es una actividad que me encanta y me libera en una especie de catarsis. Tejió muchos sweaters para nosotros cuando éramos niños, manteles, cubre-camas y hasta la ropa interior para el día de mi primera comunión en Fuengirola. Allí la veo en el jardín de la casa ‘La Veleta’, sentada en una silla escuálida, persiguiendo los rayos del sol con su tejido en la mano. Época mágica de nuestra vida esta de Fuengirola en la cálida Andalucía y cerca del mar. De su tejido y paciencia conservo un mantel precioso que le llevó varios meses de trabajo y tarea continua para terminarlo. Forzosamente mi infancia está íntimamente ligada a ella, pues fuera de los tiempos en el colegio pasaba mi vida en su compañía.

Ahora tendría que destacar su amor por el chocolate. Era una relación a la vez de placer y embriaguez la que tenía Helena Cecilia con este manjar. ¿Vendría de su época en Bruselas? Porque cuando paseas por el centro de esta ciudad, las hermosas chocolaterías te esperan a cada vuelta de esquina. Deliciosos chocolates en todas sus formas y sabores que se te meten por los ojos y, cayendo en la tentación, un poco más tarde se te meten por la boca para absoluto deleite del alma. Nos es muy familiar sin duda el talento que ella tenía para encontrar escondites inverosímiles para sus tabletas de chocolate —debajo de su cama, en lo alto del gabinete del baño, detrás de la televisión, en el fondo de una antigua maleta…— que nos llevaba días para encontrarlos. Los tres heredamos su gusto, o aprendimos a apreciar el chocolate y nos esforzábamos por dar con ellos dondequiera que estuviesen. Mis hijos, Gisela y Sebastián, también son adeptos a esta delicia…

No puedo terminar sin destacar la simpatía y alegría que caracterizaban su personalidad. Todo el que la conocía admiraba el optimismo y la gracia que ofrecía sin medida. Mis amigos siempre me decían: “tu mamá es adorable, nos narra los cuentos más interesantes y divertidos sobre su vida y además prepara la mejor torta de chocolate del mundo”. Más aún, su generosidad para muchas causas era incondicional como el caso de la tía Lucía de la que se ocupó cotidianamente durante años y hasta sus últimos días.

Estando lejos, agradezco infinitamente a todos los que se dedicaron a cuidarla en la difícil fase final de su vida. Para ustedes y ellos todo mi reconocimiento y gratitud.

Esta vez quisiera completar este breve relato con algunas fotos de su trayectoria junto a nuestro papá y otras de nuestra infancia que guardo aquí en Francia. En Caracas deben haber muchas más y no pierdo la esperanza de regresar algún día para ponerlas todas juntas. Tendría ganas de verlos y abrazarlos y preguntarles tantas cosas… Sólo me quedan los sueños en los que siempre, siempre aparecen y en los que continúo una vida con ellos. Por eso suelo decir que es bueno dormir.

Un fuerte abrazo a los dos,

Helena

Sassenage, 21 de Marzo de 2017

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